A menudo, vienen mis caballos de antaño a quejarse de su nuevo hogar, me dicen que resista, que aguante ahí la eternidad y las tempestades. Cuando ellos partieron de mi lado, las piedras a mis pies no tenían musgo y mucho menos concreto. Bailaban alegres cuando los jinetes pasaban y las señoras de sombreros amplios reemplazados por mantos venían a inspeccionar mi interior. Ahora permanecen quietas, calladas. Esas piedras que me indicaban que no estaba sola se han detenido en el tiempo y el espacio, hasta parecen inertes. No sé cuanto aguante aquí, viendo desde mi tenue altura, el pasar de los nuevos carruajes que andan a velocidades suicidas, y el pasar de las viejitas sin niguas que me llaman por un nombre extraño y caminan a mi lado con extrañez y algo de admiración. Quisiera sentarme un poco, o recostarme sobre algo, pero sé que al menor intento de ello caería postrada en el sueño profundo al que me sumiría el cansancio de mis años, de mis generaciones, de mi olvido y de la soledad en que he quedado.
23 de Enero de 2010.
Hace 14 años